sábado, 16 de agosto de 2008

¿Qué es el arte?

Es enunciar la pregunta por el significado del arte y mi memoria retrocede buscando los recuerdos de aquellos días de seminarios en la facultad.

Hora: 16:30. Curso de doctorado. Tema: estética. Pregunta: ¿Qué es el arte? Sorpresa: dos compañeros de carrera que repetían por mero placer la clase en la que ya habían participado un año anterior.

La respuesta a la pregunta carecía de interés: todos los textos hasta entonces estudiados la trataban desde distintas perspectivas sin poder dar autoridad a una sobre otra si la pasión del lector no intervenía a favor o detrimento de ellas.

Mi curiosidad se centraba en esas dos personas que pugnaban desde hacía años por agradar a un profesor que toleraba sus pretensiones de sabiduría con cierto pasotismo sin decantarse por ninguno. En múltiples ocasiones llegué a pensar que oía sin escuchar para deleitarse al final con una tercera argumentación que conseguía enmudecerlos al menos unos instantes (para el descanso de todos los presentes).

Al empezar el diálogo entre ambos pensé en todo el daño que había hecho una profesora años antes en esos dos compañeros que, hasta su entrada en la facultad, no sabían nada acerca de las llamadas lenguas muertas. Dicha profesora insistía en la importancia de las etimologías, del significado de las palabras en sus estructuras originales. La parte que estos no entendieron, o al menos ignoraron, fue la validez de estos en autores griegos y latinos pero la imprecisión en muchas de esas palabras tras la evolución del lenguaje a lo largo del tiempo. Por tanto, la conversación dejó de tener aplicaciones en contextos para iniciar una discusión carente de sentido y adornada por innumerables citas que ambos habían aprendido anteriormente con la esperanza de introducirlas en una conversación futura. Aún me pregunto si entendían el contenido, el uso y el propósito que cada autor quiso otorgarlas.

A cada momento el tono de la discusión calentaba el ánimo de los debatientes. En esos instantes, cuando ya había asumido que no se quedarían mudos, que una intervención divina no sucedería y que no quería penalizaciones en mi expediente, observaba con curiosidad al resto de personas que se habían equivocado en la elección del seminario.

Mientras que unos se dedicaban a la decoración de sus folios, otros lanzaban miradas asesinas a los contertulios y miradas suplicantes al profesor, otros buscaban sus relojes interrogándose cuánto más habría de durar la tortura y, quedaban mis favoritos, los que se reían en silencio de sus palabras sabiendo que cada una de esas argumentaciones no tenían validez alguna; todo esfuerzo por destacar solo demostraba una ignorancia velada por la prepotencia y el orgullo.

El seminario concluía sin respuesta alguna. Por qué unas personas que estudiaban con ahínco las citas de los clásicos negaban la cita socrática “Sólo sé que no sé nada”. La respuesta se reflejaba en la soberbia de sus ojos: no comprendían la necesidad de empezar a construir una casa por sus cimientos porque el aprendizaje constante había sido sustituido por la creencia de un conocimiento pleno innato.

Tras abandonar la clase solo podía pensar en todas esas tardes de facultad en las que siempre habría alumnos cuestionándose el significado del arte o cualquier otro asunto. Desconocía la cantidad pero deseaba no volver a padecer ninguna a pesar de saber que era una situación demasiado frecuente en las aulas universitarias. Pero, ¿hasta cuándo habríamos de sufrirlos?...
Vanesa

1 comentario:

Anónimo dijo...

Presumo saber quiénes eran esos dos...Desde segundo de carrera dando la tabarra.

María.