viernes, 28 de noviembre de 2008

Epitafios de Westminster Abbey

Le encantaba complicarse la vida. Se lo decía todo el mundo, que era un bicho inquieto, que la Tierra no giraba más deprisa para que a él le diera tiempo a recorrerla y que se dejara de sueños imposibles propios de una juventud que estaba llamada a agotársele en breve.

A veces pensaba en su epitafio, sobre todo o con especial frecuencia desde que había visto los ingleses, vidas hábilmente resumidas en cuatro líneas con sus logros y miserias. La suya tenía más de lo segundo que de lo primero (como todo el mundo, aunque pocos lo reconocieran), pero aún así se negaba a que su tiempo respirando se redujera a un par de sintagmas entre los paréntesis del nació y del murió. No obstante, bien pensado, era absurdo preocuparse por la trascendencia de un epígono en Times New Roman que nunca llegaría a leer.

Por eso mismo y por él mismo (propósito egoísta y orgullosamente reconocido) le gustaba que le insultaran llamándole irreflexiva aguililla (curiosa a la par que astuta) pues sólo así podía alcanzar las oportunidades más recónditas y las ilusiones menos manidas.

Que los demás construyeran sus días previsibles y sueldos fijos, hipotecas mortuorias y niños que les sacaran los ojos, porque lo que era él lo tenía muy claro: haría lo imposible para que ésta, la síntesis de su vida, le llevara al escritor de turno algo más que los protocolarios cinco minutos.

Vicky

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