lunes, 28 de diciembre de 2009

Richard (Parte III)

Mientras caminaba con la cabeza baja junto a otros que vestían similares harapos rallados, iba memorizando los pasos y cada una de las direcciones tomadas en aquellos laberintos kilométricos. No podía distraerse: del éxito de esta misión tal vez dependiera el final de la guerra.

Entrar como un judío más le había resultado más fácil de lo que esperaba en un primer momento. Un pasaporte con nombre y origen falso, una buena cantidad de dinero en el bolsillo y un oportuno viaje a una ciudad conflictiva fueron los únicos elementos necesarios para ser arrestado. La dificultad vino después: había que conseguir que le designaran a Richard y, el más difícil todavía, obtener un puesto dentro del Salón de las Columnas.

Se habían barajado posibles formas de entrada cuyo grado de peligrosidad crecía con el desconocimiento de la zona y la forma de proceder alemana para la designación de prisioneros. Los contactos infiltrados en el bando enemigo jugaron un papel crucial para solventarlo. Se recurrió a un administrativo destinado en las oficinas de las SS que se ocupaba de expedientes de diversa índole, más concretamente, de la ubicación y defunciones de los judíos clasificados en los campos de concentración. En una operación arriesgada consiguió infiltrar su expediente en una partida hacia Theresienstadt incluyendo información relativa a conocimientos de mecánica y electrónica. Los detalles eran esenciales para el destino de los prisioneros porque de sus capacidades dependía atrasar un destino común: la muerte.

La duda era cómo alcanzar Richard desde Terezin: todo dependía de la suerte y de los méritos que allí consiguiese ante los ojos alemanes.

Los primeros días, hacinado entre hombres famélicos, maltratados, perdidos en la desesperación, el propósito de la misión se difuminaba entre los horrores que veía, el trato que recibía y la impotencia que sentía. La realidad se desvanecía con las pesadillas llegando a momentos en los que desconocía si estaba dormido o despierto. La vida allí consistía en dominar y hacer persistir la fuerza de voluntad. Cada minuto de cada hora de cada día estaba controlado por un horario estricto de trabajo que no sabía de pausas para el descanso y la comida. “Arbeit macht frei” (El trabajo os hace libre) eran las únicas palabras que salían de las bocas alemanas mientras mantenían las manos ocupadas en hacer respetar y temer sus leyes.

No podía reconocer el lugar donde apenas había estado hacia un mes.

La sección a la que pertenecía se dedicaba a la fabricación de balas. Cada día, muchos de los que allí trabajaban, morían en su intento de sabotearlas. Era fácil destacar con una buena realización del cometido asignado y una conducta basada en la obediencia sumisa. De esta manera, el sistema eléctrico de los barracones sustituyó a la fabricación de balas; la mecánica al sistema eléctrico y el armamento sofisticado a la mecánica: ya estaba en Richard.

El Salón de las Columnas existía y coincidía con lo descrito en el diario del judío; solo la estructura del mismo no coincidía: no era realmente una sala sino tres unidas por grandes accesos y mantenidas por enormes columnas de hormigón que empezaban a hundir un suelo de piedra que adolecía el peso de la montaña. Cada una de ellas tenía una función muy determinada y estaba ligada de forma muy estrecha al resto.

La primera era conocida como “Arbeitskräfte” (Mano de obra). Se componía de un grupo de judíos que fabricaban armas sofisticadas mediante la asistencia de técnicos alemanes especializados en la materia.

La segunda sala recibía el nombre de “Schreken” (El Terror) debido al terror que causaba en todos aquellos la visión de los temibles tanques Panzers. La visión de estos monstruos dormidos en numerosas filas helaban la sangre de cualquier soldado experto: eran el poder más efectivo y mortal del movimiento nazi.

En último lugar, en un espacio con el único acceso desde “Schreken”, estaba ubicado un avanzado laboratorio donde especialistas alemanes comprobaban la calidad de las armas elaboradas en las salas anteriores y otros tanto confeccionaban proyectos nuevos armamentísticos. Era el “Labor”.
El destino le ligaba a la segunda sala y sería en ella donde tendría que empezar a cavilar un plan rápido para la destrucción de toda aquella pesadilla con los pocos recursos de los que disponía. Responder al cómo hacerlo era el nuevo objetivo.

Una mañana, o noche, no era capaz de distinguir una de la otra, despertó habituado a los gritos y patadas de los alemanes. No era una mañana más. Durante cuatro semanas había estado guardando cuidadosamente cada tornillo, arandela, clavija o elemento pequeño con el que tropezaba. Había llegado el momento de actuar.

Los diferentes trabajos se hacían en turnos debido al peso desmesurado de alguna de las piezas. A aquellos que tenían conocimientos de mecánica se les añadía uno más consistente en la comprobación del trabajo de ensamblaje realizado por el resto al final del día. En aquellos instantes el número era reducido y la guardia de los soldados alemanes baja por sus ansias de llegar al comedor para comer, beber y fanfarronear entre ellos. Es así como descubrió un hueco natural entre las rocas de la pared, un hueco que pasó a ser llenado con unas esperanzas metálicas. No sabía si lo ideado sería suficiente pero no tenía otra alternativa. No tenía nada ni nadie a quien recurrir en esos instantes.

Durante las muchas horas de revisión de esas ingentes máquinas había tratado de hallar algún punto débil tanto en su interior como en su flanco externo. No tenía ninguno: técnicamente eran perfectas. Debía centrarse en un único punto: el cañón de 75mm que coronaba la gran carcasa de acero.Los tanques, razonablemente, no eran sometidos a prueba de fuego a semejante profundidad pero sí se comprobaban los mecanismos de disparo para asegurar su correcto funcionamiento. Pero ese día sí tendrían munición…

Durante el último turno, la noche anterior, había cargado cada tanque con las piezas recogidas para asegurar la misión: no sabía cuál de ellos le tocaría. Aún así, se había centrado especialmente en uno: el destinado a proteger a los altos representantes de las SS, el único que contendría gasolina en el depósito.

Las horas pasan lentamente cuando los nervios y la adrenalina contenida están a flor de piel. Sentía cada vena palpitando al ritmo de un corazón desbocado que luchaba por no perder el control. Respiró profundamente con el fin de calmarlo mientras formaba fila con sus compañeros: el momento que tanto ansiaba y temía ya había llegado.
(Continuará)
Vanesa