martes, 26 de enero de 2010

Richard IV

Dos alemanes guardaban la entrada de la sala mientras otros dos los apuntaban con sus MP40m reglamentarias. En ese instante, entraron el oficial encargado del “Labor” seguido de dos de sus colaboradores. Empezaba el ritual. Seis eran los tanques sometidos a inspección. Era un número menor que otras veces, pero el número de muertes era cada vez mayor y los que quedaban con vida a penas se sostenían de pie. Pronto traerían nuevos cautivos.

Tras una serie de instrucciones, los colaboradores repartieron las tareas a los presentes, las de todos menos las suyas: una alarma sonó en su cabeza mientras sentía el frío metal en su espalda: había sido descubierto.

Con paso firme, el oficial se acercó observándole detenidamente. La dureza de sus rasgos y la firmeza de su mirada ocultaban hábilmente sus pensamientos. Con un gesto ordenó que le siguiera mientras seguía sintiendo al portador de la muerte en la piel.

No lo podía creer, se dirigía directamente hacia el Panzer en el que había puesto todas sus esperanzas. Parecía que iba a tener suerte después de todo.

Mientras se sonreía por dentro de su buena suerte, el oficial se introdujo en las entrañas del tanque y él fue obligado a seguirle. Ya no creía tanto en la suerte. Se había roto el protocolo: un oficial jamás acompañaba a un inferior en las pruebas de maquinaria. La sospecha de que le habían descubierto resonaba aún más fuerte en su cabeza.

Se sentó en la cabina de mandos y, cuando escuchó el cierre de la compuerta sobre su cabeza, saltó sobre el oficial contando con su fuerza como única arma. La sorpresa le hizo tener ventaja pero la mala alimentación pronto le hizo flaquear antes las continuas acometidas del alemán. Acorralado en una de las paredes intentaba parar los sucesivos golpes pero no sabía cuánto más podría aguantar. Reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, se lanzó contra él para tratar de tirarlo al suelo. El impulso los derribó a ambos. Empezó a sentir calor: la sangre empapaba su ropa. No podía respirar. Se esforzó por abrir los ojos para mirar de frente a su asesino y allí estaba: unos ojos que le miraban fijamente, unos ojos que adolecían de la falta de vida. No era su sangre. El oficial, en la caída, había atravesado una de las palancas de cambio. La suerte una vez más parecía estar de su parte, pero no podía confiar siempre en ella. Se levantó con pesadez, su no tan lejana fortaleza se había esfumado, y apartó el cadáver de las palancas, las necesitaba.

Un ruido rompió el hilo de sus pensamientos: había olvidado cerrar la trampilla por dentro. Pudo ver como empezaba a levantarse mientras un arma asomaba por la abertura. Desesperado, cogió el arma del oficial para lanzarse contra la trampilla y descargar su carga sobre la cara del soldado. Apartándolo, selló la compuerta mientras escuchaba como los soldados apostados en el exterior disparaban contra el tanque. ¡Malditos estúpidos! Puso en marcha el motor en el momento en que sonaba la alarma. La situación se estaba descontrolando. ¡No dudes y hazlo! se dijo mientras accionaba la palanca para avanzar hacia la salida.

El caos se había apoderado de Terezín: los soldados disparaban en todas las direcciones mientras los judíos trataban de huir de las balas. Los disparos empezaron a provocar el efecto que buscaba: el desprendimiento de unas rocas que difícilmente aguantaban el peso de la montaña. Se abrió camino hasta “Arbeitskräfte” y, en su entrada, disparó hacia uno de los pilares maestros la munición guardada en el cañón. El impacto hizo mella en él pero no consiguió destruirlo. No había munición para un segundo disparo así que, sin pensar, cargó directamente el tanque contra él. El choque lo hizo estremecer en el asiento; seguía siendo insuficiente así que siguió acometiéndola hasta que consiguió desprenderla de su base. Un rugido pareció surgir desde las propias entrañas de la montaña, un rugido que quedó inmediatamente enmudecido por el desprendimiento de innumerables rocas. Ya solo restaba de hacer una cosa: huir.
Tan rápido como le fue posible, salió del tanque confundiéndose entre los demás tratando de recordar el mapa que tenía en su mente para hallar la salida de ese laberinto. En su camino, consiguió que varios cientos le siguieran: se sentían confundidos y perdidos tras la dura represión nazi por lo que le era muy fácil convencerlos. Los alemanes se habían sumado a la huída abandonando sus armas, sus rangos, su pretendida supremacía por el más puro de los instintos humanos: la supervivencia. Por fin la luz les cegó provocando distintas manifestaciones entre esos hombres que habían perdido la libertad pero no la fe en su dios. No podía describir lo que él mismo sentía, demasiados sentimientos encontrados, demasiada tensión acumulada, demasiado cansancio en su mente y cuerpo demasiado….Silencio.

El despertar se le asemejaba a nacer de nuevo cuando puedo abrir los ojos y comprobar que se hallaba seguro en la habitación de un hospital. No sabía cómo había llegado allí ni lograba recordar qué había ocurrido tras cruzar la luz. Solo sabía que tras ella vino la oscuridad y el sufrimiento de las últimas semanas se transformó en una calma que llenó de dicha su alma. Quería sentirla de nuevo. Cerró los ojos y se rindió al sueño.

Todavía tardaría en saber que tras su desmayo, cientos de judíos junto a él mismo fueron rescatados por los países aliados quienes habían confiado plenamente en el éxito de su misión. Desde su partida habían vigilado día tras día el enclave llamado Richard aguardando pacientemente a la evacuación del lugar y a la destrucción total del mismo. La guerra seguía pero el final de los nazis se había anunciado con la caída de su imperio logístico y armamentístico. Solo quedaba esperar…
Vanesa
Gracias a ti, Christian, que me diste la idea y me animaste día a día a escribirla...

1 comentario:

ENDER dijo...

Creo que habría que empezar a buscar algún concurso de relatos cortos para presentar esta historia compañera.

Tiene muchas posibilidades ;)