lunes, 17 de octubre de 2011

El olvido

Una mano insegura se posó sobre el blanco folio. Le angustiaba comprobar que la última de sus habilidades hubiera quedado también en el recuerdo de un esplendor pasado. Ya había tomado una decisión: un nuevo fracaso sería la última señal, aquella que le empujaría hacia ésos con los que tantas veces había hablado y que ahora parecían haberle abandonado. Cerró los ojos para concentrarse. La punta de la pluma permanecía muda, esperando dar vida a unas palabras que acabarían con la suya propia.

Una gota de sudor cayó sobre el papel. Estaba demasiado tenso. Nunca había funcionado de esa manera pero la obsesión y la temeridad ganaban a la prudencia. No era un juego, su vida se hallaba en suspenso, en una ruleta rusa que escapaba a su control.

Intentó concentrarse de nuevo. Un murmullo lejano fue ahogando el silencio de la habitación. Pequeños susurros al principio, risas ahogadas a sus espaldas contenidas en sinuosas sombras que, poco a poco, iban estrechando un círculo a su alrededor.

No podía demostrar miedo, pero supo que la debilidad se había apoderado de él cuando el golpe seco de la pluma sobre el frío cristal de la mesa. Las voces subieron de tono. Las sombras empezaron a cobrar formas mientras la habitación desaparecía en un hondo abismo negro donde su cuerpo parecía flotar en el vacío.

El pánico buscaba su oportunidad. No comprendía lo que pasaba. Nunca habían jugado así con él, por qué le causaban tan siniestra tortura…

“¡Necio!”-Escuchó como respuesta a su último pensamiento. Solo esta palabra bastó para desencadenar las bulas de miles de espectros a su alrededor. Fue entonces cuando empezó a verles acercándose silenciosamente hacia él. Rostros malvados, deformados y olvidados a través del tiempo cuya única búsqueda se centra en la venganza de unas causas ya perdidas en el presente, en un mundo donde la existencia es el reflejo deformado de lo que fueron en el ayer.

No tiene donde huir. No hay salida por la que escapar. Sus perseguidores forman una perfecta muralla sin fisuras a escasos centímetros de él y, es en aquel momento, solo entonces, cuando despliegan sus brazos, no amenazantes, sino en forma de invitación a ser uno de ellos.

Las tinieblas se disipan. Resignado, mira sus propias manos, que se descubren semejantes a las de los que le rodean. Ya no puede invocarles, no puede seguir preguntándolos ni guiarlos porque, en su locura y frustración, había olvidado que largo tiempo ya eran compañeros de viaje…
Emaleth